“Yo era un monstruito”
Hoy será homenajeado en la Biblioteca Nacional. La reedición de El solicitante descolocado, a cincuenta años de su publicación original, es la excusa para que Lamborghini repase su trayectoria de poeta que rompió el molde.
Por Silvina Friera
Dodó, el perro que siempre lo acompaña en las entrevistas o cuando está escribiendo, que le habla al poeta con los ojos y lo comprende, tiene ya dieciséis años y algunos achaques propios de la vejez. Un tanto descaderado, mueve eléctricamente la colita y camina por el living del austero departamento de Leónidas Lamborghini esforzándose por preservar la elegancia, como si se resistiera a perder protagonismo y mimos a la hora de las visitas. “Ahora lo llamo Dudo”, dice el poeta y se ríe; una risa que expresa, en el fondo, dolor y preocupación, por la salud del compañero de toda una vida. Esta vez Dodó no saldrá en las fotos junto al poeta que hoy, a las 19, en la Biblioteca Nacional (Agüero 2552), será homenajeado por los cincuenta años de El solicitante descolocado, poemario revolucionario de la poesía argentina que metió las patas en las fuentes de una sociedad pacata como la del ’55. Y escandalizó a los solemnes vates, siempre tan elegíacos, que gritaban: “Esto no es poesía”. La pacatería social de ayer, a la luz de los acontecimientos políticos de estos días, es asombrosamente parecida a la de hoy. Basta recordar unos versos de ese poemario para comprender su vigencia: “Me detengo un momento/ en el país de los países/ de las maravillas/ la izquierda es la derecha/ lo blanco es negro/”. Sí, señores, el compañero Leónidas hace poesía, de la buena, aunque les moleste. El libro reeditado por Paradiso, en una edición ampliada y corregida por el autor, con prólogo de Américo Cristófalo y Hugo Savino (ver aparte), será presentado por Horacio González (ver aparte) y Ricardo Piglia.
A los 81 años, Leónidas recuerda en la entrevista con PáginaI12 que en el ’55 estaba muy desorientado. “Para hacer honor al nombre que le puse estaba descolocado, solicitando cosas para mí y para esta sociedad que veía que andaba a los tumbos. El prefijo ‘des’ es excluido; ‘colo’ es loco al revés. Andaba sin rumbo y rebuscándomela como podía. Trabajé de cobrador, de encargado de fábrica, pero siempre donde estaba, la pregunta fatal era ¿y ahora qué estoy haciendo acá?”, cuenta el poeta. “En esa situación armo las dos voces del poemario: la del solicitante descolocado y el saboteador arrepentido, que se contrapuntean. Una voz está en el infierno de la degradación de toda una sociedad, y de su existencia, porque ve que se acabó la aventura –explica el poeta–. Y el saboteador arrepentido está en la espera de una especie de redención de sus culpas.” El poeta admite que en ese contrapunto de voces hay una influencia del modelo gauchesco, del Martín Fierro, de las voces de Cruz y de Fierro. “Cuando Fierro no da más, entra la voz de Cruz y después siguen juntos. Y acá lo mismo. El contrapunto del saboteador arrepentido resulta en un canto de los dos al final. Buscan la salvación de sus almas porque ese solicitante solicita mucho: solicita una sociedad nueva, solicita también la salvación de sus almas. Parece que es un pecador empedernido y necesita la absolución”, plantea Leónidas.
–El solicitante es un peronista desconcertado que se quedó sin rumbo.
–Sí, si lo queremos entender en ese primer plano. Es la caída del peronismo, la caída de una gran ilusión que el tipo ha vivido, y ahora llora, protesta, critica y se autocritica. No es un tipo que la tenga clara; al contrario, habla, dice, pide, se contradice. Hoy todavía estoy dialogando con él.
–¿Y qué cosas le dice en ese diálogo?
–En ese diálogo le digo “pobrecito”, le tengo piedad, tampoco llegamos a ningún resultado. El solicitante lanza consignas, ha leído a Marx, a Perón, a Dante, Baudelaire, Discépolo, los poetas gauchescos y todo eso es una mezcla explosiva para él. Su cabeza no da para hacer una síntesis. Habla como puede, a balbuceos, a tartamudeos. Ahí empieza la utilización de un recurso, el anacoluto, que es dejar la frase por la mitad, pensando que al podar ahí toma más fuerza que si le ponés la información. Siempre he dicho que se ve más la rama en el tronche que en la rama entera. En el poema clásico se pasa sin transición a que la musa ayude al poeta, tanto en Homero, como en Dante y en Hernández, pero acá se establece una tensión porque se le niega virtud, en el sentido de poder. El solicitante no tiene virtud para hacer un poema, trata de decir como le venga, y nunca tiene tiempo. ¡Lo neurótico que es ese personaje... como para tenerle fe! Es una especie de Erdosain, si hablamos del modelo, pero el autor siempre se equivoca.
–¿Se sentía periférico y marginal como poeta?
–Sí, no entraba en la generación del ’40 y tampoco pertenecía a la poética de los ’50. Estaba solito, no entraba en ninguna antología (risas). Los que le dieron pelota a este poema en sus inicios fueron Raúl Gustavo Aguirre y (Edgar) Bayley. Cuando estaba inédito, (Paco) Urondo y (Rodolfo) Alonso me dijeron: “Vamos a hacer una lectura paga”, en el Teatro del Pueblo. Y ahí fui yo. Leónidas Barletta creyó que la recaudación era para el teatro, por eso hubo un enojo. Urondo y Alonso vinieron con la plata y me la dieron a mí; yo también creía que la plata era para mí (risas). La gente se iba. Me acuerdo de una poetisa, Emma de Cartosio, que se levantó y dijo: “¡Para esto pagué, para esto vine!”. Yo era un monstruito... Veía cómo se iba la gente, te juro (se lleva las manos a la cabeza). Mirá vos, ahora me acuerdo, porque a veces no me acuerdo, pero ahora me acuerdo de ese momento...
–¿Cómo reaccionó ante ese rechazo?
–Seguís, sos un necio y estás convencido de que has hecho algo que vale mucho la pena. Después hubo otras audiciones, y lo mismo: “Esto es confuso”, “esto no es poesía...” Además, todo lo que oliera a peronismo era la alpargata, más un poema que se llamaba Las patas en las fuentes. Hasta los muchachos del aparato me corregían y me decían: “No compañero, las patas en las fuentes no, los pies en las fuentes” (risas). Tenía que estar muy firme. Yo sabía que tenía que asimilar la distorsión y devolverla multiplicada: vos me decís aluvión zoológico y yo te digo las patas en las fuentes.
–Le pasó como a Marechal, que por ser peronista lo marginaron y ningunearon.
–Sí, sí, pero más que nada es por la poética. Lo que se rechaza es la risa, que en estos personajes es una inmolación. La cosa es en serio, “¿cómo va a decir estas cosas en la poesía? Esto no puede ser poesía, esto es un chiste, una broma”. Y sí, pero con todo lo trágico de una broma que no entendés bien, pero al final resulta que hay una especie de cosa trágica que va a venir, la parodia y la tragedia, eso que yo admiro tanto de Discépolo: “Tanto dolor que hace reír”. En la poesía de los ’40 eran todos elegíacos. De lo que se trataba era de romper con el aburrimiento de ese tono poético. Había que encontrar una ruptura, y alguien tenía que hacerlo.
–Y el que rompe sufre las consecuencias...
–Claro, como un día me dijo David Viñas: “Los precursores, Lamborghini, pagamos ese precio”. No sé si él se acordará, pero a mí me quedó grabado eso. Ahora todo el mundo ve esa risa de otro modo. Pero eso ha estado siempre; está en Melville, que decía que había que sorprender esa risa detrás de la tragedia, esa mofa, y en tantos otros autores. Pero acá importaban los modelos y todos escribían lo mismo: “cabeza adyacente”, “caballo muerto en el río”, todos temas poéticos. Y no hay antipoesía y nada por el estilo. Hay poesía que va tomando la forma y absorbiendo las influencias de su tiempo, de su época. Había una eclosión, un bullicio social, el ascenso de una clase, y la poesía no lo asumía. Los poetas del PC hablaban de un obrero idealizado y con un lenguaje poético y no con el lenguaje de la calle, no miraban que eso podía ser una poética también. Eso era inédito. El que lo aceptó fue Marechal, pero estábamos en la misma onda. Marechal me dijo que yo había abierto un nuevo camino para la poesía. Pero eso fue a posteriori, en los ’60, cuando nos conocimos.
–¿El solicitante es el primer gran vagabundo de la poesía argentina contemporánea?
–Sí, es un vagabundo que va sorprendiendo escenas, se autoexamina a cada rato y se ve como un condenado. El vagabundo tiene tiempo para ver cosas que el transeúnte pasa de largo: la mano de un mendigo, un pájaro muerto aplastado en el asfalto, una pareja que discute a trompadas en medio de la multitud que no se da cuenta, unos viejos que se la pasan recordando cuando la vaca costaba un peso, él mismo que se pregunta qué estás haciendo acá, que está pensando siempre en el asadito de todos los domingos. Otro loco que lo llevan en cana y dice: “Violé y violé porque el imperialismo me angustia”. Leía mucho los titulares del diario; esa frase la saqué de un diario.
Leónidas apura un té mientras se escuchan los gemidos de Dodó, que no aguanta que lo hayan encerrado en una de las habitaciones. “Recuerdo el verso de un poeta británico, Sidney Keyes, que murió a los 22 años: ‘Preservadme de mi propia mente’. Es el grito del hombre contemporáneo, del que vive su época, porque después están los zombies que se adaptan perfectamente. El solicitante descolocado es un inadaptado social, ve lo monstruoso de la ciudad”, señala el poeta. “El otro día escuché una frase increíble en una película clase b: ‘Detengan este progreso’. Es buenísima”, dice y se ríe con la cara, con las manos, con los hombros; todo el cuerpo de Leónidas se mueve al ritmo de sus carcajadas socarronas.
–¿Se pregunta, como el solicitante, qué hace usted acá?
–Y sí... A mí me corrió el terror. Supuse que si no era yo era mi familia, por eso me los llevé a todos a México. Tuve suerte de encontrar laburo, pero no toqué para nada la poesía. Me sentía extraño. Fue como pasar de un exilio a otro. Esa es la maldición del exilio: si estás allá, querés estar acá, y si estás acá, querés estar allá; idealizás las dos cosas. Cuando el solicitante salía, se veía como dominando la ciudad, como si fuera el dueño. Ahora siente que la ciudad lo morfa. Por eso no sale, da vueltas a la manzana. Esa fascinación por el centro se terminó; los viajes ahora son interiores, el vagabundeo es mental.
–¿Y cómo anda ese vagabundeo mental?
–De vez en cuando se me presentan unas líneas que terminan en un libro. Es lo que queda: escribo, leo... Cuando estoy en el baile, todavía bailo (risas). Discuto de política con el portero y hablo de poesía con el verdulero, como para hablar con alguien. El verdulero me dice: “Señor Lamburguini (sic), qué es poesía”. Y le digo: “Mire usted, acá tiene joyas, estas manzanas son joyas...”
Leónidas también habla con sus silencios, con sus vagabundeos mentales. Los ojos le brillan, como si estuviera viendo a ese verdulero, como si se viera en el espejo que le devuelve el ’55, cuando andaba perdido, descolocado. Termina de tomar el té y agrega: “El homenaje me parece demasiado. Yo agradezco mucho, a mis amigos y a gente no conocida que me ha dado el estímulo para seguir adelante”, subraya. “Cuando te legitimás, empezás a sentirte molesto. La primera legitimación del poeta cuando hace cosas raras es la familia. Yo me atreví a decirles a mi padre y a mi madre: ‘Estoy haciendo un poema’. Y habrán dicho: ‘¡Está más loco que nunca1!’. Después se tuvieron que aguantar no a uno sino a dos (por su hermano, Osvaldo)”. “Si no te reís, te volvés loco”, dice. La risa canalla de Leónidas retumba en el living como un eco discepoleano